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miércoles, 5 de diciembre de 2012

Dios escribe recto con renglones torcidos / Deus ex maquina.

Paradojicamente nunca he estado más cerca de Dios que en aquella época, en aquél lugar que es donde menos espera uno ver la mano de Dios.

Y en cambio fue cuando más claramente lo vi, cuando más segura estuve de su existencia.

Todo esto es para decirte que cuando menos lo esperes será cuando Dios se te muestre.

Allí, en aquél ambiente frío, aséptico, en aquellos vastos pasillos, todos vestidos de blanco, de gris, de azul y de verde, alumbrados por la luz artificial de los neones, de los cuadros para ver radiografías e imágenes para diagnóstico, brillaba mucho más fuerte otra luz: la del amor.

De ella lo aprendí. De su bondad, de su infinita paciencia, de su empatía con los pacientes.
De todos ellos, en realidad. Eran personal del hospital pero más importante todavía: personas en un hospital, luchando por quienes más lo necesitaban.

Allí estaba Dios: en las familias al pie de la cama del enfermo, día y noche. Llevándoles cuanto necesitasen para sentirse lo más cerca de casa posible: unos les llevaban a sus familiares sus sábanas de casa, su batín, sus zapatillas. Otros su cenicero preferido, el ambientador que usaban en casa. Quizás unas fotos, un libro. Algo, lo que sea que fuese importante para el paciente. Comida de casa. Dulces típicos del pueblo.

Y allí estaba Dios también, en nosotros. En mi compañera enfermera, nunca impasible ante el dolor, siempre cercana al paciente, siempre preocupada por él, con tanta empatía, tanto cariño, tantas ganas de aliviarlo.
En mi otro compañero, enfermero, que se negaba a dar por perdido a un paciente aunque estuviera moribundo y se afanaba en seguir tratándolo y medicándolo hasta que se muera es mi paciente y es mi deber ocuparme de él, no por el hecho de saber que no pasará de esta noche voy a dejar de luchar por él.
En mis compañeros auxiliares, celadores, que siempre tenían una sonrisa para ellos, una broma, un chiste, una palabra de consuelo, un gesto triste cuando alguno de ellos empeoraba.
Y supongo que en mí también. En lo mucho que me desesperaba ver el sufrimiento humano, incapaz de pensar en nada, por importante que fuese, cuando entraba por la puerta y me vestía de blanco: no existía nada más allá de la recepción, mi mundo, mi universo entero, era aquél hospital. Y sólo era capaz de pensar en lo que allí ocurría, no tenía cabeza para el peor de los exámenes, no sentía la más violenta de las jaquecas, ni el hambre por no haber tenido tiempo para comer antes de entrar, ni el dolor de piernas al cabo del turno, nada.

Por primera vez en mi vida me sentía en casa, en lugar en el que siempre, desde que tengo memoria, quise estar. En el lugar en el que me crié, entre gente vestida de blanco, material estéril, medicamentos, olor a desinfectante, a limpio.
Por primera vez me sentía útil. Estaba donde había que estar, a pie de cama. Ora medicando o haciendo una cura, ora cogiendo de la mano al paciente asustado que tiene miedo de la cirugía.

No podría nunca explicar el amor profundo y sincero que sentí por cada una de aquellas personas, de quienes a día de hoy aún lo recuerdo todo. No pocas veces me pregunto que habrá sido de ellos, cómo estarán.

Allí, en nuestro pequeño mundo, estaba Dios en cada rincón.
Dándonos la fuerza necesaria para no derrumbarnos cuando las cosas se ponían feas.
Dándonos mil ojos y mil manos para estar a todo y no dejar pasar el más mínimo detalle que esos turnos en los que todo parece estar patas arriba y haría falta un ejército blanco para mantener el orden.
Poniendo en nuestros labios una sonrisa, una palabra para quienes lo necesitaban.
Dios nos otorgaba siempre un minuto para hablar con quien precisaba de ser escuchado, por mal que estuviese el turno siempre podíamos pasar cinco minutos sosteniendo la mano de un paciente.

Ahí está Dios. En cada sonrisa nacida del fondo del corazón.
En cada abrazo, en cada apretón de manos.
En cada palabra, nunca vacía, siempre cargada de significado.
En cada lágrima, a escondidas en el baño del personal, cuando se nos había ido alguien a quien apreciábamos y que había luchado estoicamente contra una monstruosa enfermedad.

Recuerdo la primera vez que un paciente me dijo gracias. Me quedé atónita, no entendía por qué me daba las gracias él a mí si yo no había hecho nada.
La primera vez que un paciente me preguntó si podía darle la mano. Si podía darme un abrazo.
Esas cosas significan un mundo.
Sus parientes están enfermos, les faltan horas al día para trabajar, llevar la casa e ir a verlos pero aún así siempre tenían un detalle con nosotros: tomad, os he hecho un bizcocho para la hora del café; mirad, os he traído estos pasteles que hacen debajo de mi casa que están buenísimos; una carta de agradecimiento, una planta, a veces un dibujo.
¿Qué ganas tendría aquella mujer de ponerse a hacer un bizcocho al llegar a casa a las tantas, con su marido tan enfermo y pensando que a las seis de la mañana sonaba el despertador para ir a trabajar y aún le quedaba una lavadora por tender y los baños por hacer?
¿Qué ánimos tendría aquella otra de traernos pasteles cuando no sabía qué iba a pasar con su marido, cómo saldría de aquél hospital?
Y aún así ellos nos traían bombones, nos hacían dulces, nos daban las gracias, nos sonreían. Incluso nos preguntaban a nosotras (¡ellos a nosotras!) si alguna vez teníamos mala cara.

El vínculo que se establece entre los cuidadores y el paciente es una de las mayores muestras de la existencia de Dios: no hay vínculo consanguíneo y aún así ese paciente pasa a ser como tu padre o tu abuelo y su familia como tu propia familia.
Ellos preguntan por ti en tu día libre y tú preguntas por ellos si hablas con quien te está cubriendo el turno.
Cuidas de esa gente no ya con la eficacia que se espera de un trabajador, sino con el cariño y el mimo de la madre que cuida de su hijo enfermo.

Y en todas las cosas que no puedo ni debo contar es donde más vi la luz de Dios: en las cosas que ocurrían sin motivo ni razón ni explicación científica.
En la despedida de A., cuando contra toda explicación racional abrió los ojos, me abrazó, me acarició la cara y me dio las gracias justo antes de dormirse para siempre.
En la marcha de M., que desencadenó, pese al sol que hacía, una tormenta con aparato eléctrico en cuestión de segundos.
En la tarde con S., en sus lágrimas y su mirada llena de luz y esperanza, en la inmensa gratitud de los ojos y las manos de su madre.
En la mañana con M., en su abrazo fuerte y cálido, en sus palabras que nunca olvidaré, eres una gran xxx y por encima de eso eres una buena persona, ojala mi hija fuese como tú. ¿Cómo te quedas cuando un paciente te dice eso?
También en las historias de la paciente de la 017, en su olor preferido a lavanda, en su forma de cogerme la mano muy fuerte y mirarme fijamente a los ojos cuando la enfermera le hacía algo desagradable.
En la señora de la 008, tan enferma pero tan resignada, con tanta dignidad, tanta entereza, en la dulzura con la que sujetaba mis manos entre las suyas y recorría mi cara con ellas pues al ser invidente no tenía otro modo de hacerse una idea de cómo era quien la manoseaba, con sumo cariño pero palpándola al fin y al cabo, unos guantes de látex y una voz sin rostro.

En todos ellos, que tanto me dieron y tanto me enseñaron, encontré a Dios.
Entre toda esa misera, esa sordidez a veces, entre la muerte, el dolor y el sufrimiento, Dios nos daba un respiro: las curaciones, las risas, el amor inmenso que recibíamos, la inmerecida gratitud, los abrazos, los besos sinceros, los elogios sin duda exagerados.
A través de mis pacientes y de sus familiares, a través de algunos médicos y algunos enfermeros, auxiliares y celadores... encontré a Dios en su máximo exponente, en toda su magnificencia, en toda su bondad, todo su esplendor.
En aquél hospital Dios parecía querer hacerme ver que no era tan arbitrario como en ocasiones puede parecer, que sabe perfectamente lo que hace, que nos coloca a todos en un sitio u otro por una razón muy concreta y que de ello algo debemos de aprender. Que no se lleva a quienes llama a su lado por capricho, sino en ocasiones, como premio.

Yo pienso que si uno cree en Dios ha de creer también en el Diablo. Es lo justo. No se puede creer en el blanco si no se cree en el negro pues son las dos caras de una misma moneda. Creer en lo uno conlleva creer en lo otro, es lo lógico. No se puede creer en el día si no se cree en la noche pues el día es la consecuencia natural de la noche, es su antagonista.
Personalmente creo en él porque mucho antes de ver a Dios lo vi a él. De modo que sé que existe, estoy tan segura de ello como de que hay noche y hay día.
No todo lo malo que ocurre en el mundo hay que atribuírselo a Dios. Hay cosas tras las cuales no está su mano sino la del Diablo.
En el hambre, la enfermedad, la locura, la maldad, el miedo... hay está oculto el Demonio, no Dios.
Dios es quien te lleva a su lado cuando ya nada se puede hacer por tu cuerpo, cuando el otro ha ganado la batalla que se desarrollaba en él y no hay solución posible.
Dios es quien lucha contigo con todas sus fuerzas para que el otro no gane y superes esa enfermedad. Y cuando no habéis podido con ella, él te lleva a su lado poniendo fin a tu sufrimiento y al de quienes te aman.

Es injusto atribuirle todo el mérito a él, de lo bueno y de lo malo.

También vi al Diablo en el hospital, por supuesto que sí. En el miedo a la muerte, en los dolores, en la desesperación. Pero aún así primó Dios por medio de la mano del hombre, Deus ex maquina, en forma de amor, de apoyo, de medicinas al alcance de quien las necesita, de todo ese equipo humano y profesional maravilloso que me enseñó lo que era esa profesión más allá de los fármacos y las técnicas: la empatía, el cariño, el cuidado, la lucha incansable.

Es ella, temporalmente, la conciencia para el inconsciente; el apego a la vida para el suicida, la pierna para el amputado; los ojos para quien acaba de perder la vista; un medio de locomoción para el recién nacido; el conocimiento y la confianza para la joven madre; la voz de los que están demasiado débiles para hablar o se niegan a hacerlo y así sucesivamente.
Virginia Henderson, enfermera.

Nosotros seremos, en definitiva, la mano de Dios en la tierra.

Orgullo de profesión: Amante del ser vivo y de la vida, instrumento de Dios.




Aunque nunca lo leeréis, todavía tengo pendiente ir a veros y daros las GRACIAS por hacerme recuperar la fe en el ser humano, por todas las valiosas lecciones que con tiempo, paciencia y cariño me transmitisteis para que yo pudiera algún día llegar a ser, si no tan grande como vosotros, al menos la mitad.
Nunca, nunca, nunca os olvidaré. GRACIAS POR TODO, sois sin duda alguna, LOS MEJORES, A., F., JC., M., J., AP., S.


Señor, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo y sabiduría para conocer la diferencia.




Recuerda que Dios jamás te dará una carga superior a la que puedas soportar, sea lo que sea lo que ahora esté sucediendo o suceda en tu vida, por duro que sea, si te está ocurriendo es porque Dios sabe que podrás superarlo y que algo aprenderás de ello.


4 comentarios:

  1. Que Post tan humano,
    gracias, no lo había leído hasta hoy.

    Dios es amor.

    Y el amor está en todas partes.

    Me quedo con esa frase:

    "

    Recuerda que Dios jamás te dará una carga superior a la que puedas soportar, sea lo que sea lo que ahora esté sucediendo o suceda en tu vida, por duro que sea, si te está ocurriendo es porque Dios sabe que podrás superarlo y que algo aprenderás de ello."


    Te quiero xoxo.

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  2. Muchísimas gracias cariño.
    Yo también te quiero <3

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  3. Otro gran tópico lo de que Dion nunca te darà nada más allá de lo que no puedas soportar.
    Eso vale para vidas corrientes, normales, sin grandísimos padecimientos ni espantosos dolores. Qué os diría un superviviente de un campo de concentración si le soltáseis semejante afirmación?
    Lo siento pero no me vale.

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    1. Claro María, son todo tópicos. Incluido lo que tú dices.
      Tú incurres en los tópicos del pesimista y del depresivo. Son tópicos igualmente. La vida no es tan maravillosa como la gente quiere hacer ver por sus redes sociales ni tan terrible como tú la ves.

      No te pongas en casos excepcionales como un secuestro, un holocausto o un cáncer.
      Y te diré más, te sorprendería ver la entereza y el optimismo con los cuales muchos enfermos afrontan sus múltiples cánceres, como gente con trastorno límite de personalidad o esquizofrenia ven la vida. ¿Crees que es una bendición tener varios cánceres o una enfermedad mental? Pero la gente aprende a vivir con ello y encuentra luz dentro de todo eso.

      Lo que ocurre, querida María, y te lo dice una depresiva crónica, es que nadie puede hacerte ver las cosas de otro modo si tú no quieres verlas bajo otro prisma.
      Ni tu familia, ni tus amigos, ni yo ni nadie podemos hacerte ver las cosas de distinta manera si tú estás genéticamente programada para verlo todo negro y si además has puesto todo tu empeño en en potenciar esa negatividad.
      Sólo nosotras mismas podemos cambiar nuestros pensamientos y podemos decidirnos a intentar ser un poco más optimistas. No ocurre de la noche a la mañana y hay recaídas -ya te digo que tanto tú como yo estamos (qué alegría, qué maravillosa herencia) genéticamente programadas para ser pesimistas y por tanto tendremos bajones y nos costará más que al resto de la gente ver la vida de color de rosa, es probable que jamás lleguemos a hacerlo pero te garantizo que habrá temporadas en las que al menos puedas ver las cosas con un pelín de color.
      Requiere esfuerzo y trabajo pero si quieres hacerlo, te aseguro que podrás. Si yo puedo, tú también, no hay razón por la cual no puedas.

      ¿Quieres intentar ser un poco menos infeliz, María? ¿No crees que vale la pena aunque sea intentarlo? Yo sí lo creo, nadie se merece venir al mundo a sufrir, no elegimos nacer y por tanto, ya que hemos venido aquí sin que nadie nos pregunte si queríamos, lo menos que nos merecemos es ser algo felices. Pero hay que poner de nuestra parte.

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