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jueves, 27 de diciembre de 2012

¿Y si es tan sólo amor?

Duele.
Cuando me rozas la piel, me duele. Y eso no es buena señal.
Cuando tú me tocas, cada yema de tus dedos traza un camino de fuego sobre mi piel.
Me prendes desde fuera una llama que explosiona en el interior. Algo me duele en el pecho, algo que se desliza hasta mis órganos propinándoles bocados de diverso tipo y tamaño, pequeños mordisqueos afilados, grandes bocados desgarradores.
Entonces pierdo el conocimiento, la parte racional de mi cerebro se desconecta y no puedo pensar, esa implosión me devora por dentro.
No puedo hablarte, mi cabeza no es capaz de conectar la parte del habla, no puedo tejer dos pensamientos seguidos, no puedo pensar. Tú sólo me dejas sentir.
Todas esas cosas que no puedo decirte, que no me siento con derecho a decirte, empiezan a golpearme, a quemarme y a morderme también las entrañas. Y me duele, me estruja, me agota, me desespera.
Y mientras tú sigues con tu juego, como siempre has hecho. Contigo siempre he tenido que jugar aunque no haya querido.
Todo sigue igual, tú eliges el cómo, el cuándo, el dónde y a qué. Pero este juego es mucho menos inofensivo que los de antaño. Ahora no está en juego romper un jarrón o la figurita de un cervatillo. Nos jugamos mi vida. Yo, con toda mi poca cabeza y mi tendencia inata a complicarme la vida, decidí que apostarme la vida en una partida de cartas no era tan mala idea. Pensé que podría rehacerla, como tantas veces la he rehecho en el pasado.
No pensé, no calibré bien las consecuencias. A decir verdad yo nunca pensé que pudiera ganar. Jamás se me pasó por la imaginación contemplar esta posibilidad, al fin y al cabo estoy acostumbrada a ser yo quien pierde siempre.
Tal vez por eso lo dejé correr, porque soy autodestructiva, porque pensaba que me merecía volver a pasar por esto. Y ahora que las cosas se me van de las manos me doy cuenta de que se ha dado la situación que menos esperaba de todas. Y aún así eres tú quien me tiene entre sus manos. Qué ironía, ¿no crees?

Tus manos. Juntar la palma de la mía con la tuya, rozar las yemas de tus dedos con las mías me parece mucho más íntimo que cualquier otra actividad de cama.
Recuerdo juntar mi mano estirada contra la tuya y quedarme mirándolas, juntas, la tuya más grande, más recia. Y pensar cuántos cuerpos habías tocado antes, cuántas manos habrías sujetado antes de la mía. Recuerdo intentar grabar la imagen de nuestras manos juntas a fuego en mi mente.
Siempre trato de recordarlo todo. Me empeño obsesivamente en analizar cada célula de tu cuerpo. Porque quiero, cuando no estás, poder rehacerte entero en mi mente.
Quiero poder sentir el tacto de tu piel en mis manos, quiero poder ver su color, ligeramente amarillo, sentir su temperatura.
Quiero poder dibujarte sin mirar la localización exacta de tus lunares en ningún mapa, quiero poder ver nitidamente tus ojos cuando cierro los míos, quiero poder olerte aún cuando la punta de mi nariz no esté rozando tu cuello, quiero tener tu sabor en la boca.
Deseo desesperadamente poder recrearte milímetro a milímetro, no quiero que nadie pueda moldearte en su imaginación mejor que yo.

Pero tú no sabes en lo que estoy pensando, sospecho que no tienes ni la más remota idea de cuánto me duele cada vez que deslizas tus manos por mi cuerpo, cómo vas calentándome la sangre por dentro a la vez que me tocas, la llevas a ebullición y entonces, cuando toda yo soy burbujeo a alta temperatura, mordiscos en las vísceras, llamas, fiebre y miedo, entonces ya no puedo mirarte a los ojos.
Mirar a alguien a los ojos en esas circunstancias es también mucho más íntimo que cualquier otra cosa. No puedes disfrazar tu mirada, no puedes cubrirla con el velo de la indiferencia, del control, de la nada. Tu mirada habla por ti, tu mirada te delata y yo no quiero que la mía te diga nada. No quiero que puedas leerme por dentro, no quiero que veas el desastre que has causado, que has llevado un volcán a su erupción más brutal. Cuando miras a alguien a los ojos así y en ese momento, le estás diciendo a esa persona que la amas. Aunque sea por un momento, por una fracción de segundo, esa implosión de sentimientos es tan sólo amor.

No, no me pidas que te hable. No me pidas que te mire a los ojos. No me pidas que reaccione porque no puedo. Déjame sentir. Porque tenemos todo el tiempo del mundo para mirarnos y para hablarnos. Pero para sentirte... para sentirte a mí siempre me acaba faltando tiempo.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Dios escribe recto con renglones torcidos / Deus ex maquina.

Paradojicamente nunca he estado más cerca de Dios que en aquella época, en aquél lugar que es donde menos espera uno ver la mano de Dios.

Y en cambio fue cuando más claramente lo vi, cuando más segura estuve de su existencia.

Todo esto es para decirte que cuando menos lo esperes será cuando Dios se te muestre.

Allí, en aquél ambiente frío, aséptico, en aquellos vastos pasillos, todos vestidos de blanco, de gris, de azul y de verde, alumbrados por la luz artificial de los neones, de los cuadros para ver radiografías e imágenes para diagnóstico, brillaba mucho más fuerte otra luz: la del amor.

De ella lo aprendí. De su bondad, de su infinita paciencia, de su empatía con los pacientes.
De todos ellos, en realidad. Eran personal del hospital pero más importante todavía: personas en un hospital, luchando por quienes más lo necesitaban.

Allí estaba Dios: en las familias al pie de la cama del enfermo, día y noche. Llevándoles cuanto necesitasen para sentirse lo más cerca de casa posible: unos les llevaban a sus familiares sus sábanas de casa, su batín, sus zapatillas. Otros su cenicero preferido, el ambientador que usaban en casa. Quizás unas fotos, un libro. Algo, lo que sea que fuese importante para el paciente. Comida de casa. Dulces típicos del pueblo.

Y allí estaba Dios también, en nosotros. En mi compañera enfermera, nunca impasible ante el dolor, siempre cercana al paciente, siempre preocupada por él, con tanta empatía, tanto cariño, tantas ganas de aliviarlo.
En mi otro compañero, enfermero, que se negaba a dar por perdido a un paciente aunque estuviera moribundo y se afanaba en seguir tratándolo y medicándolo hasta que se muera es mi paciente y es mi deber ocuparme de él, no por el hecho de saber que no pasará de esta noche voy a dejar de luchar por él.
En mis compañeros auxiliares, celadores, que siempre tenían una sonrisa para ellos, una broma, un chiste, una palabra de consuelo, un gesto triste cuando alguno de ellos empeoraba.
Y supongo que en mí también. En lo mucho que me desesperaba ver el sufrimiento humano, incapaz de pensar en nada, por importante que fuese, cuando entraba por la puerta y me vestía de blanco: no existía nada más allá de la recepción, mi mundo, mi universo entero, era aquél hospital. Y sólo era capaz de pensar en lo que allí ocurría, no tenía cabeza para el peor de los exámenes, no sentía la más violenta de las jaquecas, ni el hambre por no haber tenido tiempo para comer antes de entrar, ni el dolor de piernas al cabo del turno, nada.

Por primera vez en mi vida me sentía en casa, en lugar en el que siempre, desde que tengo memoria, quise estar. En el lugar en el que me crié, entre gente vestida de blanco, material estéril, medicamentos, olor a desinfectante, a limpio.
Por primera vez me sentía útil. Estaba donde había que estar, a pie de cama. Ora medicando o haciendo una cura, ora cogiendo de la mano al paciente asustado que tiene miedo de la cirugía.

No podría nunca explicar el amor profundo y sincero que sentí por cada una de aquellas personas, de quienes a día de hoy aún lo recuerdo todo. No pocas veces me pregunto que habrá sido de ellos, cómo estarán.

Allí, en nuestro pequeño mundo, estaba Dios en cada rincón.
Dándonos la fuerza necesaria para no derrumbarnos cuando las cosas se ponían feas.
Dándonos mil ojos y mil manos para estar a todo y no dejar pasar el más mínimo detalle que esos turnos en los que todo parece estar patas arriba y haría falta un ejército blanco para mantener el orden.
Poniendo en nuestros labios una sonrisa, una palabra para quienes lo necesitaban.
Dios nos otorgaba siempre un minuto para hablar con quien precisaba de ser escuchado, por mal que estuviese el turno siempre podíamos pasar cinco minutos sosteniendo la mano de un paciente.

Ahí está Dios. En cada sonrisa nacida del fondo del corazón.
En cada abrazo, en cada apretón de manos.
En cada palabra, nunca vacía, siempre cargada de significado.
En cada lágrima, a escondidas en el baño del personal, cuando se nos había ido alguien a quien apreciábamos y que había luchado estoicamente contra una monstruosa enfermedad.

Recuerdo la primera vez que un paciente me dijo gracias. Me quedé atónita, no entendía por qué me daba las gracias él a mí si yo no había hecho nada.
La primera vez que un paciente me preguntó si podía darle la mano. Si podía darme un abrazo.
Esas cosas significan un mundo.
Sus parientes están enfermos, les faltan horas al día para trabajar, llevar la casa e ir a verlos pero aún así siempre tenían un detalle con nosotros: tomad, os he hecho un bizcocho para la hora del café; mirad, os he traído estos pasteles que hacen debajo de mi casa que están buenísimos; una carta de agradecimiento, una planta, a veces un dibujo.
¿Qué ganas tendría aquella mujer de ponerse a hacer un bizcocho al llegar a casa a las tantas, con su marido tan enfermo y pensando que a las seis de la mañana sonaba el despertador para ir a trabajar y aún le quedaba una lavadora por tender y los baños por hacer?
¿Qué ánimos tendría aquella otra de traernos pasteles cuando no sabía qué iba a pasar con su marido, cómo saldría de aquél hospital?
Y aún así ellos nos traían bombones, nos hacían dulces, nos daban las gracias, nos sonreían. Incluso nos preguntaban a nosotras (¡ellos a nosotras!) si alguna vez teníamos mala cara.

El vínculo que se establece entre los cuidadores y el paciente es una de las mayores muestras de la existencia de Dios: no hay vínculo consanguíneo y aún así ese paciente pasa a ser como tu padre o tu abuelo y su familia como tu propia familia.
Ellos preguntan por ti en tu día libre y tú preguntas por ellos si hablas con quien te está cubriendo el turno.
Cuidas de esa gente no ya con la eficacia que se espera de un trabajador, sino con el cariño y el mimo de la madre que cuida de su hijo enfermo.

Y en todas las cosas que no puedo ni debo contar es donde más vi la luz de Dios: en las cosas que ocurrían sin motivo ni razón ni explicación científica.
En la despedida de A., cuando contra toda explicación racional abrió los ojos, me abrazó, me acarició la cara y me dio las gracias justo antes de dormirse para siempre.
En la marcha de M., que desencadenó, pese al sol que hacía, una tormenta con aparato eléctrico en cuestión de segundos.
En la tarde con S., en sus lágrimas y su mirada llena de luz y esperanza, en la inmensa gratitud de los ojos y las manos de su madre.
En la mañana con M., en su abrazo fuerte y cálido, en sus palabras que nunca olvidaré, eres una gran xxx y por encima de eso eres una buena persona, ojala mi hija fuese como tú. ¿Cómo te quedas cuando un paciente te dice eso?
También en las historias de la paciente de la 017, en su olor preferido a lavanda, en su forma de cogerme la mano muy fuerte y mirarme fijamente a los ojos cuando la enfermera le hacía algo desagradable.
En la señora de la 008, tan enferma pero tan resignada, con tanta dignidad, tanta entereza, en la dulzura con la que sujetaba mis manos entre las suyas y recorría mi cara con ellas pues al ser invidente no tenía otro modo de hacerse una idea de cómo era quien la manoseaba, con sumo cariño pero palpándola al fin y al cabo, unos guantes de látex y una voz sin rostro.

En todos ellos, que tanto me dieron y tanto me enseñaron, encontré a Dios.
Entre toda esa misera, esa sordidez a veces, entre la muerte, el dolor y el sufrimiento, Dios nos daba un respiro: las curaciones, las risas, el amor inmenso que recibíamos, la inmerecida gratitud, los abrazos, los besos sinceros, los elogios sin duda exagerados.
A través de mis pacientes y de sus familiares, a través de algunos médicos y algunos enfermeros, auxiliares y celadores... encontré a Dios en su máximo exponente, en toda su magnificencia, en toda su bondad, todo su esplendor.
En aquél hospital Dios parecía querer hacerme ver que no era tan arbitrario como en ocasiones puede parecer, que sabe perfectamente lo que hace, que nos coloca a todos en un sitio u otro por una razón muy concreta y que de ello algo debemos de aprender. Que no se lleva a quienes llama a su lado por capricho, sino en ocasiones, como premio.

Yo pienso que si uno cree en Dios ha de creer también en el Diablo. Es lo justo. No se puede creer en el blanco si no se cree en el negro pues son las dos caras de una misma moneda. Creer en lo uno conlleva creer en lo otro, es lo lógico. No se puede creer en el día si no se cree en la noche pues el día es la consecuencia natural de la noche, es su antagonista.
Personalmente creo en él porque mucho antes de ver a Dios lo vi a él. De modo que sé que existe, estoy tan segura de ello como de que hay noche y hay día.
No todo lo malo que ocurre en el mundo hay que atribuírselo a Dios. Hay cosas tras las cuales no está su mano sino la del Diablo.
En el hambre, la enfermedad, la locura, la maldad, el miedo... hay está oculto el Demonio, no Dios.
Dios es quien te lleva a su lado cuando ya nada se puede hacer por tu cuerpo, cuando el otro ha ganado la batalla que se desarrollaba en él y no hay solución posible.
Dios es quien lucha contigo con todas sus fuerzas para que el otro no gane y superes esa enfermedad. Y cuando no habéis podido con ella, él te lleva a su lado poniendo fin a tu sufrimiento y al de quienes te aman.

Es injusto atribuirle todo el mérito a él, de lo bueno y de lo malo.

También vi al Diablo en el hospital, por supuesto que sí. En el miedo a la muerte, en los dolores, en la desesperación. Pero aún así primó Dios por medio de la mano del hombre, Deus ex maquina, en forma de amor, de apoyo, de medicinas al alcance de quien las necesita, de todo ese equipo humano y profesional maravilloso que me enseñó lo que era esa profesión más allá de los fármacos y las técnicas: la empatía, el cariño, el cuidado, la lucha incansable.

Es ella, temporalmente, la conciencia para el inconsciente; el apego a la vida para el suicida, la pierna para el amputado; los ojos para quien acaba de perder la vista; un medio de locomoción para el recién nacido; el conocimiento y la confianza para la joven madre; la voz de los que están demasiado débiles para hablar o se niegan a hacerlo y así sucesivamente.
Virginia Henderson, enfermera.

Nosotros seremos, en definitiva, la mano de Dios en la tierra.

Orgullo de profesión: Amante del ser vivo y de la vida, instrumento de Dios.




Aunque nunca lo leeréis, todavía tengo pendiente ir a veros y daros las GRACIAS por hacerme recuperar la fe en el ser humano, por todas las valiosas lecciones que con tiempo, paciencia y cariño me transmitisteis para que yo pudiera algún día llegar a ser, si no tan grande como vosotros, al menos la mitad.
Nunca, nunca, nunca os olvidaré. GRACIAS POR TODO, sois sin duda alguna, LOS MEJORES, A., F., JC., M., J., AP., S.


Señor, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo y sabiduría para conocer la diferencia.




Recuerda que Dios jamás te dará una carga superior a la que puedas soportar, sea lo que sea lo que ahora esté sucediendo o suceda en tu vida, por duro que sea, si te está ocurriendo es porque Dios sabe que podrás superarlo y que algo aprenderás de ello.


martes, 4 de diciembre de 2012

I hereby promise you.

Toma mi mano. Te prometo no retirarla.
Puedes apretarla tan fuerte como necesites.
No puedo pedirte aún que confíes en mí pero sí puedo rogarte que tengas fe.
Por eso camina conmigo. Te prometo enseñarte el camino.
Te prometo iluminarlo cuando la oscuridad no te deje ver.
Te prometo hacer el camino contigo.
Te prometo no dejar que tropieces, ayudarte a levantarte si te caes, curarte las heridas si te lastimas.
Te prometo darte calor si tienes frío, darte de beber si tienes sed.
Te prometo dejar que te recuestes sobre mí cuando te canses. Tirar de ti cuando sientas que no tienes fuerzas para continuar.
Te prometo que no te dejaré, que ahí estaré cuando sientas que nadie más está. Que podrás apretar mi mano y mirar a tu lado y sabrás que estoy contigo, que no me he ido.
Te prometo que creeré en ti cuando tú no puedas hacerlo.
Te prometo darte todas las razones que te faltan para recuperar la ilusión que tanto daño te hizo una vez.
Te prometo ser paciente, comprensiva. Te prometo penetrar en tu interior, no quedarme en la superficie. No emitir juicios de valor a la ligera. Te prometo, en suma y a la postre, intentar conocerte tanto como me sea posible, te prometo que trataré de llegar tan adentro como me dejes, sin invadirte, sin avasallarte, sin violarte. Avanzando sólo cuando tú quieras abrirte a mí y llegando tan lejos como tú me permitas.
Te prometo retirarme cuando no me necesites y dejarte terminar el camino sin mí si eso es lo que deseas. Sólo estaré a tu lado mientras tú quieras que esté. Te prometo no imponerte mi presencia.

Pero a cambio has de prometerme tú algo: que no perderás la fe. No en mí, sino en ti. Que creerás firmemente que te mereces todo lo bueno que te pase.
Que te mereces que te quieran.
Que eres mucho mejor de lo que piensas.
Prométeme que te dejarás querer, que te dejarás cuidar.
Prométeme también que no te rendirás, que no renunciarás a ser lo que una vez fuiste, que no seguirás empeñándote en dar de ti una imagen que no se corresponde con tu interior. Que cuando sientas que puedes hacerlo, bajarás la guardia.
Prométeme que te darás una oportunidad.
Prométeme que intentarás cada día, por difíciles que se pongan las cosas, por mucho que te duela, por mucho que te cueste... ser feliz.
Prométeme que volverás a ser la persona que una vez conocí.

Porque si lo haces, yo te prometo a cambio quererte y no hacerte nunca daño alguno.

Todo eso yo, te lo prometo.

Coge mi mano, camina conmigo.

sábado, 1 de diciembre de 2012

No fue 'una historia de amor como otra cualquiera'.

Cuando uno mejor escribe es cuando tiene insomnio.
En ese estado entre el sueño y la vigilia, ese estado como de borrachera sin alcohol, de aturdimiento mental, al menos a mí me sobreviene una multitud de pensamientos extrañamente clarividentes: a veces cuando más claras veo las cosas es cuando más turbia estoy yo.

La otra noche no podía dormir y tuve una idea buenísima para un post. Pensé debo levantarme y escribirlo ya o lo olvidaré pero era muy tarde y al día siguiente había mucho que hacer, de modo que opté por tratar de conciliar el sueño. En algún momento lo conseguí y la idea se esfumó de mi mente como un fantasma que desaparece con la luz del día.

Ahora, obviamente, me arrepiento de no haber salido de la cama y haberme puesto a escribir. No hay forma ni modo de que recuerde qué era lo que había estado pensando.

Sin embargo sí puedo recordar la conversación que esa misma noche me vino a la mente.

P.: Cuéntame cómo eras tú antes de todo eso. Descríbeme a la chica que eras, la vida que llevabas.

A.: Tenía dieciocho años. Era muy joven y lo sabía, era perfectamente consciente de que aún no era una adulta y lejos de ser algo que me molestase, me reconfortaba.
Pensaba que tenía toda la vida por delante. Que quería hacer algo importante. Deseché la Medicina en favor del Derecho y pensaba que algún día sería fiscal o jueza. Que limpiaría el mundo de escoria. Que sería como la hija de esa amiga de mi madre, V., que era jueza a quien una banda de narcos habían matado porque no dejó de investigar sobre ellos. Un mes después mataron a su hijo de dieciocho años también. Quería ser como ella, no amedrantarme ante nada.
Mi madre me dijo no hace poco que aquella fue una época feliz para ella: siempre estabas de buen humor, siempre te estabas riendo. Pensabas que podías con todo. Llevabas una vida normal. Siempre había amigos tuyos en casa, siempre te estabas riendo como una loca con ellos. La casa llena de gente joven, de carcajadas. Esa fue la época más feliz para mí.
Sí, llevaba una vida normal. Me daba tiempo a todo: a ir a la universidad, a quedar con mi noviete, con mis amigas, a salir por la noche, a estudiar..
Los viernes quedaba en el centro con mi mejor amiga para comer e ir de tiendas. Cada noche era especial y había que ir magníficas, de modo que recorríamos las tiendas en busca de las indumentarias ideales para esas noches. Que igualmente íbamos hechas un cuadro, pero bueno.
Luego veníamos a casa y seguíamos y seguíamos hablando, siempre teníamos mil cosas de las que hablar. Entrada la tarde comenzábamos a prepararnos entre risas, música, llamadas de teléfono. Nos cambiábamos de ropa cien veces, nos costaba muchísimo arreglarnos porque no podíamos dejar de reír.
Después salíamos y comenzaban los líos. Noches cortísimas de bailes, de confidencias, de pifias... y sobre todo de risas, de muchísimas risas.
Llegábamos a casa bien entrada la mañana y allí nos esperaba mi madre. Desayunábamos con ella mientras le contábamos las hazañas de la noche, siempre riendo, no dejando nunca de reír.
Después de asaltar la nevera y poner a mi madre al corriente de los hechos nos duchábamos y acostábamos.
Amanecíamos para comer, no me perdería un guiso de tu madre por nada en el mundo, amor, me decía. 
Al terminar de comer repasábamos lo sucedido la noche anterior e íbamos planeando la de ese día.
El Domingo se iba a su casa después de comer. Y el lunes vuelta la vida normal, siempre con la música de fondo, siempre conectadas por el móvil, no pasábamos un sólo día sin hablar.
Siempre riendo.


P.: ¿Eras feliz?


A.: Sí, lo era. Mucho. Sentía que lo tenía todo: al chico que había querido desde hacía años y sobre todo a ellos: mis padres y mis mejores amigas.
No me sentía sola en aquella época. Me sentía protegida, sentía que pasara lo que pasase los tenía a ellos y por eso valía la pena sonreír.
Ningún problema era importante, pensaba que podía con todo. Con el peor examen, con la mayor lagarta de ex de mi novio que no lo dejaba en paz... pensé que podía hasta con él.


P.: ¿Cómo empezó todo?


A.: No lo recuerdo con claridad. Hasta donde me alcanza la memoria recuerdo que me llamó una tarde por teléfono (no recuerdo de dónde lo sacó) para que cenase con él. Al decirle que no comenzamos a discutir.
¡No discuto con mi novio y tengo que hacerlo contigo que no te conozco!, recuerdo que le dije.
Al final creo recordar que le colgué y pensé que no volvería a saber de él pero no fue así. Siguió escribiéndome y llamándome.


P.: ¿Qué pensabas tú de él en aquél momento?



A.: Que era un friki. Un tipo muy raro. No sólo no me gustaba sino que me caía mal. No me daba buena espina.


P.: Pero aún así, en algún momento, terminaste por cenar con él...


A.: Sí. Mi novio me había hecho algo que no me había gustado y él me pilló por banda, creo que fue por Messenger, en aquella época era lo que se llevaba. No sé quién propuso quedar, el caso es que una hora más tarde lo estaba esperando para tomar algo. 


P.: ¿Algo fue distinto ese día? ¿Dejaste en ese momento de verlo como un peligro?


A.: Supongo que sí. Probablemente porque estaba enfadada con mi novio, estuve más receptiva con él. Me hizo reír. Me parecía un reverendo imbécil pero me hacía reír. Me hizo gracia.


P.: Te parecía un imbécil ¿y eso te hacía gracia?


A.: Sí. Te explico: parecía estar por encima del bien y del mal, parecía estar en posesión de la verdad absoluta. Se vendía muy bien: como si realmente pensase que era la pera la limonera y valía la pena conocerlo. Aquello me hacía gracia, nunca había conocido a nadie tan poco agraciado a la par que seguro de sí mismo en mi vida.


P.: ¿Y eso te hizo gracia? El tipo es feo y raro como él sólo pero tiene labia y es graciosillo, ¿no? Esas eran sus armas. Sí, como recurso no está mal, hay que reconocérselo.


A.: No, nada mal.


P.: Vale. A ver si te sigo. Te cabreas con tu novio, éste aprovecha la coyuntura y quedáis y el tío te hace gracia porque aunque es un friki se cree lo más, ¿es eso, no? Vale, ¿qué pasó después?


A.: Llegó la época de los exámenes. Me pilló en vísperas de un examen de Economía que me llevaba por la calle de la amargura. Se lo conté y me ofreció quedar y ayudarme con el examen. Estudiábamos la misma carrera sólo que él estaba dos cursos por encima de mí así que me pareció buena idea quedar con él y que arrojase un poco de luz sobre mi cacao mental.
El caso es que nuevamente me hizo reír mucho. Lo pasé bien. El tío parecía listo. Peor, parecía inteligente. Y graciosete.


P.: Y entonces empezaste a quedar más con él.


A.: Sí. Se me fue de las manos. No sé cómo ocurrió pero de pronto yo ya no estaba con mi novio, era verano, mi novio me había mandado a freír espárragos y yo quedaba a diario con él. No sé cómo sucedió, simplemente fue así.


P.: Vale, ¿entonces no empezaste a salir con él aún, no? ¿Cuándo empezasteis ya de novios?


A.: Esto también tiene su gracia. Me fui de vacaciones a la playa. Un día, sin más ni más, un amigo de mi ex se enteró de que habíamos cortado y sin previo aviso se plantó en la playa a ver si caía la breva.
Al llegar a casa él me llamó, siempre me llamaba por la noche.


P.: Espera.. un tío que no es tu novio ¿te llama cada noche?


A.: Y cada mañana. Y cada rato.


P.: Vale...


A.: El caso es que le dije que lo del amigo éste de mi ex y se puso como un loco, que de qué iba ese tío, que yo también había que ver, quedar con él (¡yo no había quedado con él, el tipo se plantó donde yo estaba por sopresa!) y total, que al día siguiente a las cuatro de la tarde lo tenía a él también en la playa.


P.: Así sin más, se cabrea por lo del otro chico, coge y se va él también. Olé.


A.: Así mismo. Total, que llegó hecho un basilisco. Yo no entendía muy bien nada pero bueno. Es decir, podía entender que el otro chico le estuviese pisando lo fregao, hablando en plata, pero ¿qué culpa tenía yo? ¿Por qué se cabreaba conmigo?
En fin, que desde las cuatro de la tarde a las once de la noche tuvimos bronca. Estábamos en un chiringuito en la playa, mi mejor amiga, su novio -bastante mayor que nosotros y policia- él y yo.
Él me llevaba y me traía por la orilla del mar mientras seguía con su interminable cabreo. Estaba muy, muy alterado, cada vez más.
Desde el chiringuito el novio me amiga me hizo señas para que fuese y fui. Eso desató más aún su ira y se armó un cisco como no había visto en mi vida.
Les pedí a mi amiga y su novio que se marcharan y él me dijo que de ninguna manera, que no me dejaba allí sola con el energúmeno. Me dijo algo que jamás olvidaré: si nos vamos te va a pegar. Este tío es muy capaz de pegarte, ¿no lo ves? Se controla porque estás con gente pero si nos vamos de un mal golpe te puedes matar en esas rocas. No me voy, no te dejo sola con este tío. Y es más, procura no volver a verlo más. Es peligroso. Es mi trabajo, sé lo que te digo. Este tío es peligroso y yo no te dejo sola con él.


P.: ¿Qué pensaste tú en ese momento de esas palabras?


A.: Que exageraba. Que simplemente el tío estaba un poco atacao de los nervios porque sentía que le pisaban el suelo que llevaba meses fregando y por eso estaba un poco histérico. Pero que no sería capaz de hacerme nada malo.


P.: Sígueme contando.


A.: No recuerdo cómo acabó aquella noche, recuerdo los días siguientes. Fueron bonitos. No hicimos nada del otro mundo pero íbamos aquí y allá a ver cosas y tal.
Una noche, no sé de qué hablábamos ni por qué, le dije que yo no me volvería a enamorar. Que mi ex me lo había hecho pasar mal y que no quería volver a enamorarme. Pollo al canto otra vez.


P.: ¿Cuánto hacía que tu ex te había dejado?


A.: Un mes.


P.: Claro, un mes después tú ya debías de tener plena disposición para volver a enamorarte... en fin.


A.: Exacto. Me preguntó qué pasaba con él entonces y le dije que era muy pronto todavía, que quería disfrutar del verano y pasármelo bien con mis amigas de la playa -a las que no veía en todo el año- y que al volver a la ciudad veríamos. Le sentó fatal y se volvió a liar. Algo volvía a no parecerme normal en todo aquello: tanto discutir, tanto nerviosismo, tan poca paciencia.. Pero claro, él se había plantado allí a marcar el territorio y no podía no quedar con él, por fuerza tenía que hacerlo. Por fuerza y porque, cuando quería, era genial. Me hacía reír, me descubría sitios nuevos, música nueva, siempre tenía algo que contar, algo de lo que hablar. Y me miraba como si me estuviese viendo. No me veía, me miraba. Ver y mirar no son sinónimos, son dos cosas muy distintas.


P.: A todo esto... ¿habíais llegado a la cama ya?


A.: No, ni mucho menos. 


P.: Por el tema del Opus y tal, ¿no?


A.: Sí, pero no tardó mucho en llegar.


P.: Sigue.


A.: Volvimos a la ciudad. Sus padres estaban fuera de vacaciones así que muchas tardes me llevaba allí a ver una peli o a cenar por allí cerca. 


P.: Y entonces, pasó.


A.: Sí. Sin venir mucho a cuento.


En este punto P. me pidió que le contase cómo había sido pero obviamente no voy a contar eso aquí.


P.: ¿Sientes que utilizó el sexo para engancharte?


A.: Sí. Después de aquello era como mi obligación salir con él. Por aquél momento él ya me importaba lo suficiente como para no querer hacerle daño y tenía la suficiente poca experiencia en cuanto al sexo como para pensar que ya que me había acostado con él tenía que salir con él en serio. Ya sabes, por el tema de ser una guarra, tal y aquello. Era muy joven y sabía muy poco de la vida aún.


P.: Y cuando él sintió que te tenía todo fue a peor, ¿no?


A.: Sí.


P.: Te has preguntado muchas veces por qué tú, ¿verdad? Dime, por qué tú.


A.: Por mi forma de ser. Él es listo, se cree muy inteligente, funciona por retos. De modo que no era lo mismo coger a una pobre pavita pánfila que es facilmente moldeable y manejable que convertir en un trapo a una tía que está encantada de vivir y de ser como es, que cree que puede comerse el mundo y que nada puede con ella.
Eso fue lo genial de todo: poder conmigo lo hacía crecerse. Nada ha podido contigo, no, pero yo voy a poder.


P.: Al menos eres consciente de ello.


A.: Sí, pero me costó muchos años entenderlo. Creía que era más inteligente y menos mala persona.


P.: ¿Más inteligente?


A.: Sí, verás: lo inteligente es, si ves que una chica así se enamora de ti y te llega a querer con locura, controlar tus instintos más bajos y cuidarla. Darle razones para seguir contigo. No sabotearte a ti mismo y hundirla en la mierda para que te deje.
Cuando tienes algo bueno en tu vida, alguien que te ama, lo inteligente es cuidarlo y mantenerlo, no destruirlo.


P.: Sí, en eso tienes razón. Silencio. De modo que ahora sabes por qué fuiste tú. Porque eras fuerte. Porque creías que lo tenías todo y de hecho, estás en lo cierto, lo tenías. Una vida social, buenas amigas, una familia estable, una carrera... Sí, era quitarte todo eso lo que le hacía bien a él. Convertir a una tía que lo tiene todo y lo sabe en su esclava. Está bien que lo sepas.
Te diré también que las relaciones basadas en las discusiones que acaban en la cama son muy adictivas, no es culpa tuya. Te enamoraste y él utilizó una combinación perfecta: peleas y sexo. Así fue como te enganchó, utilizaba ambas cosas para hacerte sentir mal y mantenerte atada a él.


A.: Sí, eso también lo sé.


P.: ¿Has dejado de sentirte culpable por ello?


A.: No. Debí de haber sido más inteligente. Debí de haberme dado cuenta de lo que estaba haciendo conmigo. Debí de ser más fuerte.


P.: Pero sabes que no era tan fácil, que te tenía cogida y bien cogida con el machaqueo psicológico.


A.: Sí. Eres lo puto peor, estás loca. Esas eran sus dos frases preferidas. Luego también el tema de que era una puta por no ser virgen cuando llegué a él (como si me hubiese acostado con un ejército entero). Tantas y tantas cosas..


P.: Anularte como persona, dejarte sin autoestima ninguna, es parte del proceso, imagino que ya lo sabes.


A.: Sí. Pero no por saberlo duele menos.


P.: ¿Duele por él o por ti?


A.: Al principio por él. Ahora por mí. Por haberme dejado hacer aquello. Por no haber tenido ovarios suficientes, en cuatro años, para salir de aquello. Yo, que creía que me iba a comer el mundo. Yo, que no lloraba más de diez minutos por ningún chico. Yo, que tenía al tío que quería cuando lo quería y controlaba siempre las situaciones. Yo, que al fin y al cabo era una cría. 


P.: Exacto, eras muy joven y él muy poderoso. ¿Qué es lo que no te perdonas?


A.: No poder volver a ser la persona que fui antes de todo aquello. La inocencia sé que nadie me la va a devolver, con eso no cuento. Es el resto. Las ganas de vivir, el pensar que puedo con todo, el tener la mente más fría, ser más cabal, ser más luchadora, pensar que no hay más límites que los que yo sola me marque. El ser libre.


P.: ¿No te sientes libre?


A.: No. Me siento presa de la persona que soy ahora. Alguien a quien no reconozco. Esta no soy yo. No puedo ser yo. Esto es sólo lo que él ha dejado de mí. Y me niego a aceptarlo, me niego a aceptar ser el residuo de lo que él hizo conmigo, quiero volver a ser yo, quiero volver a estar orgullosa de mí misma y volver a reconocerme. Quiero volver a tener la fuerza que tenía antes.


P.: Y eso es lo que no te perdonas, ¿verdad? No volver a ser como fuiste.


A.: Eso es. No quiero ser unicamente lo que él dejó de mí.


P.: Para volver a ser la persona en la que te reconoces primero tienes que perdonarte.


Y aquí es donde termina este post y comienza otro que, paradojicamente, escribí meses atrás.

Éste es el comienzo de la historia. Pero ahora la historia terminó y por mí y por ellos debo de aferrarme a lo que ellos me dan, a la ayuda que me brindan día a día y armarme de la fuerza y el valor suficientes para volver a ser yo.
Si es que se puede volver a ser la persona que se fue un día, antes de que la persona amada lo asesinase a uno lenta y dolorosamente.

Si tienes curiosidad por leer una pequeñísima parte de las lindezas que este ser humano (no es un hombre ni mucho menos) me hizo, aquí te las dejo.
Es sólo una mínima parte de todo aquello. Pero quizás te sirva para hacerte una difusa y débil idea de por qué ahora es tan difícil para quien escribe volver a ser quien fue: No fue una historia como otra cualquiera. Ni mucho menos de amor.